Algunos príncipes alemanes estaban alabando sus respectivas posesiones. Entre ellos estaba también el piadoso duque Elberard de Vurtemberg, sin decir nada, escuchando cómo todos se jactaban de sus riquezas; uno alaba sus viñedos, otro sus bosques, un tercero sus minas, etcétera. Al cabo de un buen rato se levantó Elberard, y dijo:
– «Soy un príncipe humilde y no me puedo comparar con vosotros; y, sin embargo, tengo también una buena propiedad, y si al andar en ella por las montañas me extravío y hallo uno de mis súbditos, en su compañía puedo acostarme y dormir sin temor alguno. Esta compañía la considero como una joya real, de verdadero valor; pero tengo otra mejor y más preciosa, y es: que puedo descansar mi cabeza y mi corazón en el seno de mi Padre celestial y en el pecho de mi Señor Jesús, seguro de que ni la muerte ni el diablo me pueden dañar en lo mínimo»