El 7 de octubre de 1857 C. H. Spurgeon predicó a la audiencia más numerosa que nunca antes había tenido: 23,654 personas reunidas en el gigantesco Palacio de Cristal para un día nacional de ayuno y oración. Unos pocos días antes, él fue al salón para probar la acústica. De pie sobre la plataforma, levantó su voz como una trompeta de plata y gritó:
– ¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!
Un obrero, que estaba ocupado pintando en lo alto de una de las galerías, oyó las palabras, que le parecieron como venidas desde el cielo. Bajo una profunda convicción de pecado, se fue a su casa y no tuvo descanso hasta que pudo regocijarse en que Cristo era su Salvador.
Algo del tono reverente y la resonante voz de Spurgeon, cuando citó aquel texto, atrajo la atención de aquel hombre.
¡Quiera Dios que esto fuera cierto de todos los predicadores!