El Suicidio de aquella joven conmovió a los habitantes de un tranquilo pueblo de Inglaterra. Pero lo más alarmante fue la conclusión del jurado: «La mató un rumor infundado». Las habladurías maliciosas que corrían por el pueblo habían arruinado el nombre, la reputación y finalmente la vida de aquella joven.
Aunque las consecuencias raras veces son tan trágicas, es innegable que lo que se dice sobre alguien tiene un gran poder. Hablar de otros pudiera ser una manera común de intercambiar información útil. Pero, también puede considerarse una acción que resulta en disturbios gubernamentales, rupturas familiares y carreras arruinadas.
Las habladurías han provocado muchas noches sin dormir, congojas e indigestiones. Seguro que en algún momento de su vida usted también ha pasado por esa experiencia. De hecho, el escritor William M. Jones advierte que en el mundo de los negocios «hay que aceptar la posibilidad de que en el transcurso de su carrera alguien trate de apuñalarle [figurativamente] por la espalda».
Casi todo el mundo desaprueba los comentarios negativos sobre otros. Para los indios semínolas de Estados Unidos, «hablar mal de alguien» está al mismo nivel que mentir y robar. En una comunidad de ífrica occidental, los chismosos corrían el peligro de que les cortasen los labios, o peor aún, ¡de ser ejecutados!
En efecto, por toda la historia se han adoptado medidas para frenar el chisme.
Del siglo XV al XVIII, en Inglaterra, Alemania y después Estados Unidos solía utilizarse un método denominado ducking stool, que consistía en atar al chismoso a una silla y zambullirlo repetidas veces en agua para avergonzarlo y hacer que dejase de esparcir comentarios dañinos.
Aunque ya hace mucho tiempo que este método de castigo tuvo el mismo destino que la picota y el cepo, la batalla contra el chisme se sigue librando hasta nuestros días. Por ejemplo, en la década de los sesenta se establecieron en Estados Unidos unos centros que tenían el objetivo de atajar los rumores que pudiesen perjudicar las actividades del gobierno. En Irlanda del Norte e Inglaterra ha habido servicios similares. Hasta se han promulgado leyes para refrenar los chismes destinados a perjudicar económicamente a ciertas instituciones financieras.
Pero a pesar de todos esos esfuerzos, el chisme continúa. Es una práctica que perdura y prospera. Hasta ahora no ha habido ley ni método humano que haya logrado extinguir su dañino poder. Se encuentra en todas partes: están los chismes de vecindad, los que se cuentan en la oficina, en la tienda, en las fiestas y en el seno de la familia.
Es una práctica que trasciende a todas las culturas, razas y civilizaciones, y ha florecido en todo nivel de la sociedad.
Un entendido en el tema dijo: «El chisme es tan común que es casi como respirar». Y añadió: «Forma parte de la naturaleza humana».
Cierto, hablar de otros muchas veces revela un lado muy negativo de la naturaleza humana, un lado que se deleita en manchar la reputación de otros, en torcer la verdad y en destruir vidas. No obstante, hablar de otros no es malo en sí, y la charla informal tiene su lado positivo. Pero la clave para no perjudicar a otros y a uno mismo radica en saber dónde trazar la línea divisoria entre el habla dañina y el habla inofensiva.
La próxima vez que se sienta tentado a escuchar chismes, recuerde que es probable que el que se deleita en charlar con usted acerca de las faltas de otros también chismeará acerca de las faltas de usted. ¡Qué cierto lo que dijo Salomón: «El que cubre una transgresión busca la amistad; pero aquel que sigue mentando el asunto, separa de sí al amigo más íntimo.» Pro. 17:9, «Versión Moderna.»