Un niño pequeño quería conocer a Dios. Sabía que era un largo viaje hasta donde Dios vive, así que empacó su maleta con pastelitos y unos seis refrescos, y empezó su jornada.
Cuando había caminado como tres cuadras, se encontró con una mujer anciana. Ella estaba sentada en el parque, solamente contemplando algunas palomas.
El niño se sentó junto a ella y abrió su maleta. Estaba a punto de beber de su refresco, cuando notó que la anciana parecía hambrienta, así que le ofreció un pastelito. Ella agradecida aceptó el pastelito y sonrió al niño. Su sonrisa era muy bella, tanto que el niño quería verla de nuevo, así que le ofreció uno de sus refrescos. De nuevo ella le sonrió. ¡El niño estaba encantado!
Se quedó toda la tarde comiendo y sonriendo, pero ninguno de los dos dijo nunca una sola palabra. Mientras oscurecía, el niño se percató de lo cansado que estaba, se levantó para irse, pero antes de seguir sobre sus pasos, dio vuelta atrás, corrió hacia la anciana y le dio un abrazo. Ella, después de abrazarlo, le dio la más grande sonrisa de su vida. Cuando el niño llegó a su casa, abrió la puerta. Su madre estaba sorprendida por la cara de felicidad. Entonces le preguntó:
– Hijo, ¿qué hiciste hoy que te hizo tan feliz?
El niño contestó:
– ¡Hoy almorcé con Dios!
Y antes de que su madre contestara algo, añadió:
– Y ¿sabes qué? ¡Tiene la sonrisa más hermosa que he visto!
Mientras tanto, la anciana, también radiante de felicidad, regresó a su casa. Su hijo se quedó sorprendido por la expresión de paz en su cara. Preguntó:
– Mamá, ¿qué hiciste hoy que te ha puesto tan feliz?
La anciana contestó:
– ¡Comí pastelitos con Dios en el parque!
Y antes de que su hijo respondiera, añadió:
– ¿Y, sabes? ¡Es más joven de lo que pensaba!