Hace algún tiempo leí acerca de la labor de un traductor de la Biblia Wycliffe en una remota aldea en Papua, Nueva Guinea. Cuando se tradujeron a la lengua nativa los primeros capítulos del Génesis, la acritud hacia las mujeres en la tribu cambió de la noche a la mañana. Los nativos no entendían antes o no se daban cuenta de que a la mujer la formaron especialmente del costado del hombre. Sin oír siquiera el desarrollo de este concepto, estas personas captaron al instante las ideas de igualdad entre los sexos, y empezaron a adaptar su comportamiento. El pueblo oyó, obedeció y cambió. Así de simple.
Sin embargo, ese cambio no significa que toda la tribu pusiera inmediatamente su fe en Cristo. Aunque reconocieron al instante el respeto que Dios tiene tanto para hombres como para mujeres, los miembros de esta tribu tenían sus propios dioses y supersticiones difíciles de abandonar. Una de sus costumbres era escupir en las heridas de los enfermos. A sus curanderos se les conocía como escupidores, y no querían que alguien como Jesús acabara con la posición de estas personas en la aldea.
No obstante, la actitud general cambió a medida que se traducía más de la Biblia al dialecto de la tribu. Cuando los traductores leyeron el pasaje en que Jesús sanó de manera extraña a un ciego, los curanderos aguzaron el oído. El Maestro escupió en tierra, hizo una pasta de barro, lo puso en los párpados del hombre, le dijo que se lavara… y el hombre sanó. Cuando estos miembros de la tribu oyeron esta historia en su propio idioma vieron que Jesús no estaba contra ellos sino a su favor. Encontraron a uno de los suyos, ¡un Salvador que también era un escupidor! Esa conexión ayudó a que aceptaran al Señor.
Fuente: Más de Jesús, Menos de Religión – Steve Arteburn