Un niñito que jugaba un día con un jarrón muy valioso metió su mano dentro y no pudo sacarla. Su padre también trató lo mejor que pudo, pero en vano. Estaban pensando ya en romper el jarrón cuando el padre dijo:
-Ahora, hijo mío, tratemos una vez más. Abre tu mano y estira tus dedos como me ves, y entonces sácala.
Para su asombro, el chiquitín respondió:
-Oh no, papi. No podría estirar mis dedos así, porque si lo hiciera dejaría caer mi centavo.
Muchos de nosotros somos como el niño de la historia, nos aferramos al mísero centavo que tenemos y no vemos más allá de la gracia de Dios que desea bendecirnos en forma sobre abundante.