El gran equilibrista había tendido una cuerda desde un borde al otro de un acantilado. El se aprestaba a hacer su demostración y la multitud, situada abajo, esperaba ansiosa.
-¿Creen que puedo cruzar al otro lado caminando por la cuerda?- preguntó el artista.
-¡Sí!- contestó la multitud.
Y allá fue el hombre llegando a la orilla opuesta en medio de los aplausos y el bullicio.
-¿Creen que puedo cruzar al otro lado llevando una carretilla?-
-¡Sí!- se escuchó nuevamente.
-Ahora: ¿Creen que puedo cruzar llevando una persona en la carretilla?- preguntó.
-¡Sí! nuevamente fue la respuesta.
Entonces el artista dijo:
-¿Quién es voluntario para subir a la carretilla?.
Se hizo un silencio total. Todos se estremecieron. Todos temieron. Todos creían siempre y cuando no estuviera en juego su seguridad personal. En realidad no creían. No confiaban en él. Entonces, de la multitud surgió un niño, que rápidamente corrió y subió a la carretilla. Ambos el equilibrista y el niño llegaron sin demora al otro lado, corriendo por la cuerda. Ese niño era el hijo del artista, que confiaba con todo su corazón en su papá.
¿Cuántas veces nosotros decimos que creemos pero no es así. Pensamos que Cristo es el Salvador del Mundo pero no creo que sea mi Salvador. Creemos que í‰l libró a otros pero no creo que me librará a mí. Creo que sanó a otros pero no creo que me sanará a mí. No me atrevo a emprender alguna tarea difícil, porque creo que no me sostendrá.
¡Ojala nuestra fe sea como la de ese niño!