Caminaba un mendigo por un camino pedregoso, descalzo, harapiento, con su alforja al hombro. Traía el alma muy triste, los ojos bajos, hundidos, maldecía su suerte. De pronto sintió a sus espaldas el galope de unos caballos que tiraban de una carroza, y la carroza se detuvo frente a él, se abrió la puerta, y el Rey que iba en ella sentado le dijo: «Buen hombre no se aparte usted de este camino, porque una de estos días volveré a pasar por aquí y le voy a dar una limosna muy grande; dejará de ser pobre para siempre». Los caballos volvieron a echarse al galope y la carroza se perdió en el polvo del camino. El mendigo tardó unos minutos en reponerse de su asombro.
Se restregó los ojos y se puso a soñar. «Dejaré de ser mendigo, zapatos nuevos, vestido limpio, abundante comida, no volveré a transitar por estos caminos de miseria». El mendigo no se separaba de aquella senda. Pasaron varios días, parecía que todo iba a resultar cuento de hadas, pero una tarde oyó a lo lejos el galope de unos caballos, que se fueron acercando, ¿Será el Rey?
La carroza se detuvo nuevamente al lado del mendigo, abrió el Rey la puerta de su carruaje suavemente, y se quedó mirando al mendigo que con la mano abierta le decía: «¿Qué me vais a dar, Majestad?». El Rey lentamente le alargó la mano vacía diciéndole: «Mejor dame tu a mi una limosna, el Rey te pide una limosna, mendigo» Se quedó confuso el pordiosero, se enojó tanto que quiso volverle la espalda y retirarse. Pero pensó que algo le dolería más que eso. Le dijo: «Le daré a su Majestad la limosna que pide». Metió la mano en la alforja en la que había cinco kilos de granos de trigo y después de rebuscar un buen rato escogió el grano mas pequeño y lo puso en la mano del Rey; «Muchas gracias, mendigo, gracias por tu limosna» cerró la puerta y arrancaron al galope los caballos.
El pordiosero rabioso maldecía al Rey por haberlo ofendido, se había burlado de su pobreza. Llegó ya de noche a su choza y vació su alforja. Había en ella unos pedazos de pan duro, unas papas y aquellos cinco kilos de granos de trigo. De repente vió algo que brillaba en el fondo de la alforja. Parecía oro. «Tengo fiebre he soñado con el oro y me parece verlo, no puede ser», pensó; pero era oro. «¿Quién me lo habrá dado?» Se puso a repasar sus andanzas; «En aquella casa, me dieron con la puerta en la cara, aquella señora me dió los pedazos de pan duro, y aquel labrador me dio el trigo.» De pronto pasó por su imaginación la escena de la carroza, del Rey y del grano de trigo que dejó en su mano, y todo lo entendió en un momento. «Yo te di un grano de trigo y tú lo convertiste en un grano de oro. ¿Porqué no te di todos los granos de trigo?, ahora serian granos de oro, cinco kilos de oro, y hubiera dejado de ser pobre para siempre, pero, «mi avaricia me perdió» y seguiré siendo un pobre toda la vida».
Por nuestra vida pasa disfrazado un Rey que nos pide una limosna, solemos darle como el mendigo un granito, unas migajas, lo que nos sobra y El agradece y sigue su camino. Al final de la vida, al vaciar nuestra alforja de peregrinos de este mundo, veremos que en el fondo de ella algo que brilla más que el oro, la pequeña limosna que le dimos a Dios. Ojalá no tengamos que decir como el mendigo: » Mi avaricia me perdió» ¿por qué no le di todos los granos?.
Es mejor dar que recibir. Pocos lo creen, pero esos pocos saben que es verdad. El ciento por uno del que hablaba Jesús no es un cuento.