Cuando yo era capellán del ejercito atendí a un soldado moribundo, al cual yo conocía, y le pregunté si quería enviar a su madre algún mensaje conmigo. Me contestó:
-Sí. Por favor dígale que muero con toda felicidad.
Le pregunté otra vez si quería algo más, y me dijo:
-Si. Escriba usted, por favor, a mi maestra de la
escuela dominical y dígale que muero como cristiano, fiel a Cristo; y que nunca olvidé las buenas enseñanzas que ella me dio-. Yo conocía a esa maestra; y le escribí. Pocas semanas después me contestó:
– ¡Que Dios me perdone! ¡Que Dios me perdone! Pues hace un mes renuncié a mi cargo de maestra de escuela dominical, porque yo pensaba que mi trabajo con esos niños no servía ni valía para nada e impulsada por mi cobarde corazón, y por falta de fe, abandoné a mis alumnos y ahora recibo la carta de usted en la que me dice que mi enseñanza fue un medio para ganar un alma para Cristo ¡Estoy decidida a trabajar otra vez en el nombre de Cristo, y le seré fiel hasta el fin de mi vida!