Mr. Moody murió como había vivido. Solía decir este gran siervo del Señor:
–Algún día leeréis en los periódicos que D. L. Moody ha muerto; no lo creáis. Cuando digan que estoy muerto estaré más vivo que nunca.
En verdad es muy fácil decir esto cuando se goza de buena salud, pero es un hecho que Mr. Moody, en los últimos momentos de su vida, miraba a la muerte cara a cara sin temor alguno.
En su último día en la tierra, por la mañana, muy temprano, su hijo Bill que le velaba, le oyó susurrar algo e inclinándose pudo captar estas palabras:
–La tierra retrocede, el cielo se abre, Dios me está llamando.
Inquieto, Bill llamó a los demás miembros de la familia
–No, no, papá; no estás tan mal –le dijo su hijo. Él abrió los ojos y al verse rodeado de su familia, dijo:
–He estado ya dentro de las puertas. He visto los rostros de los niños. (Se refería a dos nietos que hacía poco habían muerto.) Poco después perdió de nuevo el sentido; pero de nuevo, volviendo en sí, abrió los ojos y dijo:
–¿Es esto la muerte? ¡Esto no es malo! No hay tal valle sombrío. Esto es la bienaventuranza; esto es dulce, esto es la gloria.
Con el corazón quebrantado, su hija le dijo:
–¡Papá, no nos dejes!
–¡Oh, Emilia –respondió el moribundo–, yo no rehúso el vivir. Si Dios quiere que viva, viviré; pero si Dios me llama, es preciso que me levante y vaya. Un poco más tarde, alguien procuró despertarle, pero él respondió en voz baja:
–Dios me está llamando. No me importunéis para que vuelva. Este es el día de mi coronación. Hace tiempo que lo esperaba.
Y así voló su espíritu a la presencia de Dios, para recibir la corona de su gloria.