Seis palabras cambiaron la vida de Paulette para siempre. Su hijo de doce años, Roger, entró corriendo por la puerta trasera a la cocina donde ella estaba lavando platos y gritó: «¡Pedro se cayó en el pozo!».
Paulette ni siquiera se detuvo a secarse las manos. A la carrera salió detrás de su hijo, gritándole a su hija Maggie: «Ve a llamar a tu padre. Él está en la finca».
Mientras corría al pozo, Paulette se percató de que estaba diciendo las mismas palabras vez tras vez: «No… no… no. No otra vez. No… no… no. No otra vez».
Había sido tres años atrás cuando ella y su familia se tomaron un día libre de sus tareas agrícolas que les ocupaban dieciocho horas al día, casi todos los días del año. Habían ido al arroyo Spruce a pasear y pescar. El arroyo Spruce quedaba montaña arriba como a una hora de distancia. En ocasiones el riachuelo de montaña parecía rebosar de truchas. Se había corrido la voz de que esta era una de esas ocasiones, así que Paulette y su esposo, George, prepararon una gran canasta para paseos campestres, embutieron a su familia de tres hijos y dos hijas en la vieja camioneta y se dirigieron a las colinas. George esperaba tener una buena cena de pescado frito para la familia al fin del día.
Con certeza, los peces picaban. Dos de los muchachos, Roger y Bill, habían dejado al resto de la familia y se fueron a poca distancia río arriba. «Tengan cuidado», les dijo Paulette. «Algunas de las piedras son resbalosas. ¡Y que no los pierda de vista!».
Los muchachos hicieron tal como les dijo y por entre los matorrales Paulette podía verlos, a unos quince metros de distancia, echando sus cañas de pescar al arroyo. Ocasionalmente oía sus gritos de alegría cuando sacaban un pez del agua.
De acuerdo con Roger, que tenía nueve años entonces, fue una roca resbaladiza la que empezó el desastre. Billy, de siete años, decidió que quería tratar de pescar desde el otro lado del arroyo. Al cruzar el arroyo sobre un tronco que había caído allí, se resbaló y cayó al agua. Su pie izquierdo quedó atrapado entre dos piedras. Con gran esfuerzo pudo mantener su cabeza por encima del agua mientras llamaba a su hermano pidiendo ayuda y trataba de sacar su pie de entre las piedras. Roger vio lo que sucedía y de inmediato se metió al agua para ayudarlo. En algo así como un minuto, el pie de Billy quedó libre, pero en el proceso de los tirones y esfuerzos de los dos muchachos tratando de mover las piedras, dos piedras bastante grandes se desprendieron del lecho del arroyo. Pareció como que una de ellas salía a la superficie, y golpeó a Billy en la cabeza. Billy cayó de nuevo al agua y su cuerpo empezó a dar volteretas sin control río abajo, atrapado en la veloz corriente de esa parte del riachuelo. Su cabeza se golpeó contra otras piedras varias veces quedando inconsciente mientras el río lo arrastraba. Roger gritaba pidiendo ayuda y siguiéndolo por la orilla del arroyo lo mejor que podía. George subió corriente arriba al sitio del accidente, y él y Roger a la larga pudieron sacar del río el cuerpo de Billy. No había señales de vida.
Todo el incidente había ocurrido en menos de cinco minutos. Sus vidas, sin embargo, fueron cambiadas para siempre.
Lo que había sido un paseo campestre despreocupado y lleno de risas de una familia feliz, se convirtió en el día más oscuro en la vida de Paulette. Los otros hijos, Pedro (entonces solo de tres años) y las gemelas, Maggie y Maddie (de cinco años), no podían entender por qué su hermano mayor Billy no se movía mientras estaba en los brazos de su madre en la parte trasera de la camioneta. George condujo como un loco bajando por la montaña hacia el hospital, esperando contra toda esperanza que Billy pudiera ser de alguna manera revivido por algún milagro de la ciencia médica. Paulette abrazaba el cuerpo de su joven hijo, llorando en silencio con un conocimiento íntimo en su corazón de que su hijo había dejado este mundo para siempre.
Ahora Paulette oía de nuevo el grito frenético de Roger pidiendo ayuda. Llegó al pozo y rápidamente se dio cuenta de que la cubierta de madera estaba podrida por completo. No le llevó mucho tiempo imaginarse que Pedro se había subido para desenredar la cuerda y el balde que colgaban encima del pozo; posiblemente estaba tratando de «ayudar» llevando agua a la cocina. Probablemente había brincado para alcanzar el balde y cuando cayó, los tableros podridos cedieron bajo su peso. La madre rápidamente empezó a quitar el resto de los tablones de la cubierta y llamó dentro del pozo. No hubo ningún sonido desde la oscuridad abajo.
El médico le dijo más tarde que Pedro nunca supo lo que había sucedido. Los desgarrones en la cabeza indicaban que se la había golpeado muy fuerte contra los tablones y después contra las piedras de la pared del pozo al caer hasta el agua. No había ocurrido ninguna lucha una vez que cayó al agua. «Muerte accidental por ahogamiento», fue el dictamen del forense; la misma frase que había usado para describir la muerte de Billy tres años antes.
Por días, Paulette se quedó sentada en la gran mecedora de la sala, sosteniendo en brazos a su pequeño Eddie, que tenía solo ocho meses. Ocasionalmente se movía para ayudar a atender a su hija Annie, que ya tenía tres años. Vez tras vez pensaba: ¿Voy a perder a otro hijo? El terror y el temor eran casi abrumadores a veces.
En otras ocasiones, lloraba por la aflicción… y la culpa: «¿Qué clase de mujer da a luz a siete hijos y pierde a dos de ellos por accidentes donde se ahogaron?». Una y otra vez volvía a reproducir mentalmente las dos experiencias, preguntándose, e incluso reprochándose a sí misma y echándose la culpa con preguntas como: «¿Y si yo hubiera insistido en que los muchachos no se fueran corriente arriba para pescar?». «¿Y si les hubiera dicho que no cruzaran el riachuelo?». «¿Y si yo hubiera puesto una tapa diferente sobre el pozo?». «¿Y si yo no hubiera permitido que Pedro saliera a “jugar” esa tarde?». Incluso llegó al punto de cuestionar si había hecho bien al casarse con un agricultor en lugar de con el muchacho de la ciudad que había querido cortejarla.
Un día el pastor vino a visitarla y Paulette le dijo que pensaba que no había sido una buena madre. El pastor le aseguró repetidas veces que era una de las mejores madres que había conocido. Cuando le pareció que no lograba convencerla, finalmente le dijo: «Paulette, si estás decidida a verte como una madre mala, permíteme preguntarte: ¿qué vas a hacer en cuanto a eso de ser una madre mala?».
«¿Qué puedo hacer?», preguntó Paulette.
«Pues bien, podrías orar y pedirle a Dios que te perdone por lo que sea que tú pienses que pudieras haber hecho mal en el pasado».
Paulette medio esbozó una sonrisa y dijo: «¡Eso es lo que debo hacer! ¿Podría orar conmigo?». Y allí mismo en la sala de Paulette oraron. Ella se levantó de aquella mecedora y rara vez volvió a ella en los siguientes veinte años.
Solo una vez más Paulette trajo a colación de nuevo estos incidentes dolorosamente tristes, y fue el día que sin quererlo oyó a dos mujeres hablando en la cocina de la iglesia. No tenían ni idea de que ella se encontraba en la otra habitación, mientras la puerta estaba abierta, cuando una de ellas dijo algo como esto: «No todo niño es parte de los elegidos, por supuesto. Solo piensa en los muchachos Williams. Dios hizo que murieran cuando Billy tenía solo siete años y Pedro solamente seis. Nunca tuvieron la oportunidad de recibir a Cristo como su Salvador».
«Pero ¿piensas que se fueron al infierno?», preguntó la otra mujer.
«¿A dónde más pudieran haber ido?», dijo la primera mujer. Paulette quedó demasiado aturdida como para entrar a la cocina y confrontar a las mujeres. Más bien salió corriendo, con apuro reunió a sus hijos, buscó a George, e insistió en que se fueran a casa lo más rápido posible. Buscó pretextos para no ir a la iglesia los próximos domingos.
Echándola de menos, el pastor nuevamente fue a la granja y cuando le preguntó a Paulette por qué no había ido a la iglesia por tres semanas, ella le contó lo que había oído.
«¿Dónde piensa que están sus hijos?», le preguntó el pastor.
«Están en el cielo con Cristo», dijo Paulette sin titubear ni un instante. «No simplemente lo pienso. Lo sé». Señalando su corazón añadió: «Lo sé».
El pastor dijo: «Allí es donde yo también pienso que están sus hijos».
Lo que el pastor no le contó a Paulette fue que durante todo el camino de regreso a la ciudad, él había tenido una conversación muy tensa con Dios, pidiéndole que le mostrara si lo que le había dicho a Paulette era realmente la verdad. ¿Dónde Dios respondería a esta oración? Como hemos visto, en las Escrituras. ¿Cuántos pastores han dicho lo que era «sentimentalmente necesario», solo para más tarde preguntarse si era verdad? Era lo que la madre afligida quería oír, pero ¿era lo que Dios quería que se dijera? Felizmente, el siervo de Dios que conoce íntimamente al Señor, en quien mora el Espíritu del Señor, está en contacto con la compasión del Señor; así que, de hecho, lo que parece por instinto verdad está en perfecta armonía con la Palabra de Dios.
Fuente: Seguros en los brazos de Dios por John MacArthur