Había dos piedrecillas que vivían en medio de otras en el lecho de un torrente. Se distinguían entre todas porque eran de un intenso color azul. Cuando les llegaba el sol, brillaban como dos pedacitos de cielo caídos al agua. Ellas conversaban en lo que serían cuando alguien las descubriera:
«Acabaremos en la corona de una reina» se decían.
Un día por fin fueron recogidas por una mano humana.
Varios días estuvieron sofocándose en diversas cajas, hasta que alguien las tomó y oprimió contra una pared, igual que otras, introduciéndolas en un lecho de cemento pegajoso, lloraron, suplicaron, insultaron, amenazaron, pero dos golpes de martillo las hundieron todavía más en aquel cemento. A partir de entonces solo pensaban en huir.
Trabaron amistad con un hilo de agua que de cuando en cuando corría por encima de ellas y le decían:
– «Fíltrate por debajo de nosotras y arráncanos de está maldita pared». Así lo hizo el hilo de agua y al cabo de unos meses las piedrecillas ya bailaban un poco en su lecho. Finalmente en una noche húmeda las dos piedrecillas cayeron al suelo y yaciendo por tierra echaron una mirada a lo que había sido su prisión. La luz de la luna iluminaba un espléndido mosaico. Miles de piedrecillas de oro y de colores formaban la figura de Cristo. Pero en el rostro del Señor había algo raro, estaba ciego. Sus ojos carecían de pupilas.
Las dos piedrecillas comprendieron. Eran ellas las pupilas de Cristo.
Por la mañana un sacristán distraído tropezó con algo extraño en el suelo. En la penumbra pasó la escoba y las echó al cubo de basura.
Cristo tiene un plan maravilloso para cada uno de nosotros, y a veces no lo entendemos y por hacer nuestra propia obra malogramos lo que él había trazado.
Son ustedes las pupilas de Cristo. Él los necesita para que a través de ustedes pueda llevar el amor al mundo.