Sofronio, virtuoso ciudadano romano, tenía una hija muy hermosa, llamada Eulalia, y ésta le pidió permiso para visitar a la mundana Lucina.
–No puedo permitírtelo –dijo el padre.
–¿Me crees demasiado débil? –replicó la hija indignada.
Sofronio cogió un carbón apagado y pidió a su hija que lo tomara en la mano, pero ésta vacilaba en hacerlo.
–Cógelo, hija mía, no te quemarás.
Obedeció Eulalia, y la blancura de su mano se vio inmediatamente manchada.
–Padre, hay que tener cuidado para manejar carbones –dijo de mal humor.
–Es verdad –dijo el padre solemnemente –porque aunque no queman, tiznan. Y lo mismo ocurre con las malas compañías y conversaciones.