Escandalizarme frente a la televisión, la radio o las revistas parece una actitud honesta. Pero sentirme siempre molesto y protestar hasta el cansancio porque el chisme ocupa mucho más espacio que la cultura impide que me haga una pregunta: ¿por qué le va tan bien?
A pesar de enfrentar a una oposición sesuda y de tener en contra a la guardia intelectual completa, el chisme derrota -en la prensa escrita, radial y televisiva- a cualquier intento un poco más profundo que se le enfrente. Le quita audiencia, lo vuelve antieconómico, lo expulsa del mercado.
Y no hablo sólo de los programas de la farándula. Si una noticia contiene los ingredientes de un chisme, arrasa con cualquier otra información que tenga cerca, por más trascendental que sea. Lo que ocurrió en el seno de una pareja adinerada o entre una madre y su hijo puede dejarnos perplejos, pero nunca tendrá sobre nuestras vidas la importancia de una medida política o de un descubrimiento de la ciencia.
Hacer circular un buen chisme asegura que ése será el tema de conversación de un amplio sector de la población. Una forma de decidir de qué va a hablar la gente en el trabajo, en el café o en la cena. Esto último es un buen argumento para armar una teoría conspirativa.
¿Qué podemos hacer con tanta producción de chismes? Quejarnos. Echarles la culpa a los medios que hacen cualquier cosa por captar la atención del público. ¿Sirve para algo? La verdad, que no. Por los resultados, parece que todo lo contrario. Apenas nos deja tranquilos por haber hecho la denuncia. Mientras tanto, el chisme avanza y gana adeptos, y entre esos adeptos también estamos nosotros.
La cultura habla del chisme con desprecio o con culpa. Una lástima. Calificar y tomar distancia nunca nos va a permitir aprender, aunque sea un poco, cómo hacen para conseguir tanto éxito. Decir que el chisme triunfa porque apela a lo más bajo de cada uno da una idea bastante triste de la naturaleza humana. Es como si nos lo mereciéramos.
El chisme es un saber. Por supuesto, no el que se aprende en las aulas o en los libros. Es un saber degradado, pero saber al fin. Y mejor, tratarlo con delicadeza. Toda la obra filosófica contemporánea es incapaz de producir cambios en el interior de una familia, con la eficacia y velocidad con la que puede hacerlo un chisme. Es un conocimiento que consideramos intrascendente. Sin embargo, el chisme de una becaria hizo tambalear a la administración del gobierno de los Estados Unidos, en la época de Clinton. Hizo lo que ningún país enemigo pudo hacer: un descalabro. Encima, con presupuesto cero. Apenas hicieron falta una mujer joven, su vestido y una oficina de la Casa Blanca. Después alcanzó con liberar la potencia arrasadora del chisme. ¿Se puede endilgar también eso a los medios de comunicación? Lamentablemente, no. Hacerlos responsables de todo lo que ocurre con la opinión pública es pensar que nada puede ocurrir fuera de ellos. Es otorgarles un poder absoluto.
El chisme tiene fuerza propia y algunas características envidiables para los que se dedican a otros temas un poco más presentables. Se transmite con rapidez, produce un interés instantáneo y además lo percibimos como una sensación corporal. Escuchar un chisme genera algo que sólo se compara con lo que produce escuchar un chiste. Descubrir la intimidad de otros despierta atención en forma natural, algo que no logran ni la física cuántica ni las reglas gramaticales ni los vericuetos de la informática. El chisme domina el principal placer del secreto: la posibilidad de ser revelado. Además, es un tipo de conocimiento realmente democrático: atraviesa todas las clases sociales sin hacer diferencias de raza, sexo o religión.
Es cierto: saber y conocimiento son dos palabras demasiado grandes para el chisme. Pero, seamos humildes, muchas veces también los son para la cultura. No por eso propongo ocuparnos de lo que opinaban de Aristóteles en el barrio o que estudiemos la complicada relación entre Einstein y su peluquero. Pero aunque el sentido suele ser nefasto -y el chisme es una máquina de producir sentido de cualquier cosa- hay algo en sus maneras que podríamos tener en cuenta.
El chisme, aunque sea por un instante, produce alianza, vuelve cómplices a quienes disfrutan compartiéndolo. El chismoso puede ser patético y peligroso, pero tiene vocación de transmitir lo que sabe. Además, es difícil que se vuelva aburrido. Quizás éste sea un punto.
Cuando el chisme nos recuerda que tanto el vecino como el jefe y, en especial, la gente famosa, tienen deseos, dudan y hacen macanas, actúa como antídoto contra las idealizaciones que, a la larga, resultan insoportables. A los inalcanzables los acerca, les quita la máscara, los vuelve vulnerables. De esa forma, nos recuerda que para todos, sin excepción, la condición humana siempre esta ahí, operando. Y eso, sin duda, produce sensación de alivio.
Ricardo Coler es director de la revista La mujer de mi vida .