Llegó corriendo, y entre asombrado y atemorizado me advirtió:
-Hay un «bischo» (bicho) en la puerta. Era evidente que aquel niño, con sus escasos cuatro años de edad, no había visto antes un caracol, y acaso lo suponía peligrosamente amenazador. Lo tranquilicé explicándole que no era un «bicho» malo, y que sólo se había deslizado hasta aquel lugar para dormir.
– No está durmiendo –replicó el niño. Y después de una sugestiva pausa continuó:
-¿Y dónde está la cama?í No pude menos que reírme a carcajadas ante tamaña ocurrencia.
Enseguida ensayé una ilustración más precisa:
-Ahora el caracol está en su casita rodante… -comencé a explicarle.
-No está en su casa. –me interrumpió el niño.
-Sí, está durmiendo en su casita.
-No, no está en su casa… ¡está en la mía! Una vez más tuve que reírme ante tan agudo razonamiento.
Pero, más allá del sentido anecdótico, aquella observación me hizo reflexionar. ¿De quién es la casa que estamos ocupando? No estoy refiriéndome aquí a la vivienda familiar que habitamos, sino a nuestro cuerpo, nuestra «morada terrestre» (2da Co.5:1) Dios nos recuerda en Su Palabra que no estamos viviendo en «nuestra» casa, sino en la suya. ¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.» (1ra Co.6:19.20)
Entonces, siendo de Dios, no podemos hacer con nuestro cuerpo lo que mejor nos plazca, ya que tenemos la responsabilidad de cuidarlo y sustentarlo. (Ef.5:29)
En este punto quizás recordemos que las organizaciones especializadas en salud y los profesionales expertos en el tema divulgan constantemente diversas recomendaciones para mantener en forma nuestra condición física, y quizás nos convenga atender de vez en cuando tales indicaciones. No obstante, no podemos dejar de considerar que lamentablemente la gran mayoría de los mortales ignora los consejos de la única Autoridad que es absolutamente competente en la materia, nuestro excelso y glorioso Dios, Creador y Sustentador del universo. Repasemos algunas de las indicaciones divinas:
«No seas sabio en tu propia opinión; Teme a Jehová, y apártate del mal; porque será medicina a todo tu cuerpo, y refrigerio para tus huesos.» (Pr. 3: 7)
«Inclina tu oído a mis razones. No se aparten de tus ojos; guárdalos en medio de tu corazón; porque son vida a los que las hallan, y medicina a todo tu cuerpo.»í (Pr.4:20-22)
«El corazón apacible es vida de la carne; mas la envidia es carcoma de los huesos» (Pr.14:30)
«El corazón alegre constituye buen remedio; mas el espíritu triste seca los huesos» (Pr.17:22)
«Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo, mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca. (1ra Co.6:18)
Obviamente que sólo un cristiano (es decir, alguien que, gracias al sacrificio del Señor Jesucristo y a la eficacia de Su sangre derramado en la cruz, ha sido perdonado de sus pecados y salvado eternamente por creer con fe en Dios) puede llegar a observar totalmente estas importantes reglas del programa divino de salud.
Obedezcámoslas con la ayuda del Señor, para cuidar convenientemente la salud de nuestro cuerpo, de propiedad de Dios, que es nuestra morada terrestre y templo del Espíritu Santo.