Cuentan de un joven noble pero muy orgulloso que un día pidió entrar de monje en un monasterio, para ello habló con el Abad y este quiso conocer sus aptitudes, hábitos e inclinación en su vida religiosa. El candidato alzó la frente con presunción y dijo:
– Voy vestido siempre de blanco, no bebo otra cosa que agua, hago penitencia revolcándome en la nieve en invierno y si le parece muy poco todo ello, pongo clavos en mis zapatos y ordeno a mi escudero que me azote cada día…y….
Un caballo interrumpió en aquel momento y se puso a beber en un abrevadero y se revolcó luego en la nieve:
– ¿Ves eso? –Le preguntó el Abad- Esa criatura es también blanca, no bebe más que agua, se revuelca en la nieve, los clavos le atormentan las patas y recibe también látigos. Y no es más que un caballo…
El joven avergonzado, inclinó su rostro y pidió perdón por la arrogancia que había mostrado.
¿Cuántas veces nosotros maquillamos nuestra falta de humildad tras nuestros logros terrenales?
Jesús dijo: «El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Mateo 23.12), no fue una simple retórica. Si el Padre y el Hijo han manifestado humildad divina, aquellos que deseamos su aprobación debemos mostrar la humildad cristiana. La arrogancia y el orgullo son características de los que carecen de la sabiduría de Dios.
El dijo en Mateo 11:29 Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.