Una calurosa noche de verano, mi esposa y yo viajábamos en nuestro auto con Micah, nuestro hijo de tres años, quien se sentaba en el asiento trasero. Después de muchos kilómetros de conducir en la oscuridad llegamos a una parada en una remota región. El resplandor de la luz del semáforo mostró toda la suciedad, los animales muertos y los insectos en nuestro parabrisas. Micah dijo: ¡Miren qué sucio!
Mi esposa y yo no pensamos mucho en el comentario del niño hasta unos instantes después, en que nos pusimos de nuevo en movimiento, alejándonos de la luz y adentrándonos otra vez en las tinieblas. Al volver a entrar a la oscuridad ya no podíamos ver la suciedad en nuestro parabrisas, y rápidamente Micah manifestó a los gritos: ¡Ahora el vidrio está limpio!
Antes de que llegara la ley, la suciedad dentro de nosotros se escondía bajo la oscuridad. Pero cuando el Señor nos dio la ley, su luz brilló en el parabrisas de nuestros corazones y mostró la suciedad del pecado que hemos acumulado en nuestro viaje. La ley, entonces, es una luz que nos revela cuán pecadores somos. No nos limpia ni nos restaura, pero sí resalta crudamente la verdadera situación de nuestras almas … y por consiguiente nos puede llevar a Cristo.
Mención: William Wimmer, pastor de la Iglesia de Dios Grace Chapel, Benton, Arkansas