Se cuenta una historia acerca de un viajero que recorría las selvas de Burma con una guía. Llegaron a un río ancho y poco profundo, y lo vadearon hasta el otro lado. Cuando el viajero salió del río, muchas sanguijuelas se habían prendido del torso y las piernas. Su primer instinto fue agarrarlas y quitárselas, pero el guía lo detuvo, advirtiéndole que si se arrancaba las sanguijuelas, estas dejarían pedazos finísimos bajo la piel que luego le producirían infecciones.
La mejor manera de quitarse las sanguijuelas del cuerpo, aconsejó el guía, era bañarse en un bálsamo tibio por algunos minutos. El bálsamo penetraría en las sanguijuelas y estas se soltarían del cuerpo del hombre.
Cuando otra persona nos ha herido en gran manera, no podemos arrancarnos la ofensa y esperar que se vaya toda amargura, rencor y sentimiento. El resentimiento aun se esconde bajo la superficie. La única manera de llegar a ser verdaderamente libre de la ofensa, y perdonar a otros, es empaparse uno en el baño tranquilizador del perdón que Dios ofrece. Cuando uno por fin comprende la amplitud del amor de Dios en Jesucristo, el perdón a otros fluye de modo natural.