Un tren del sudeste de Norfolk rodaba a treinta y ocho kilómetros por hora. De repente el conductor, Robert Mohr, descubrió un objeto sobre los rieles aproximadamente a una cuadra. Al principio el ingeniero, Rod Lindley, pensó que se trataba de un perro sobre la vía. Entonces Mohr gritó: “¡Es un bebé!”
La bebita era Emily Marshall, de diecinueve meses, quien se había alejado de casa mientras su madre plantaba flores en el jardín.
Lindley presionó los frenos. Mohr le quitó el pasador a la puerta y corrió a lo largo de una saliente frente al motor. Comprendió que no había tiempo de saltar delante del tren y asir a la bebita. Por lo tanto, bajó algunos pasos, se puso de cuclillas en la base de la panilla y se colgó.
Mientras el tren se acercaba a Emily, ella salió de los rieles hacia la vía paralela, pero aún estaba en peligro de que el tren la golpeara. Por lo tanto Mohr estiró la pierna, y de una patada la alejó del peligro; luego saltó del tren, recogió a la bebita y la acunó en sus brazos. La pequeña Emily terminó solo con una lastimadura en la cabeza y el labio hinchado.
A veces, como este conductor de tren, Dios debe herirnos para salvarnos.